jueves, 30 de agosto de 2012

Slenderman

Antes de encender la luz me dirijo a cerrar la ventana. Una luz encendida es un faro que guía a los mosquitos hacia sus víctimas. Por un momento me quedo hipnotizado observando el exterior. Podría ser una noche como cualquier otra pero, a diferencia de las noches de ciudad, aquí reina un silencio sepulcral. Bajo mi ventana, un estanque bajo cuyas aguas, supongo, dormitan peces de colores. Más allá del muro que delimita la propiedad, solo naturaleza. Pinos y eucaliptos, en su mayoría, rodean altivamente la casa. Tapizan el terreno matorrales, helechos, zarzas y tojos. Todo muy monocromo a la luz de una luna menguante pero verde a la luz del día, pues no ha sido este un verano muy caluroso y seco.
Como siempre que espío a la noche desde una ventana, una sensación de vacío se adueña de mi estómago y el corazón me late con fuerza. Me siento un voyeur que espera ver algo que no debería. No quiero tentar a la suerte. Cierro la ventana y mientras bajo la persiana echo un último vistazo comprobando que ningún árbol se ha movido de su sitio.
Ahora que he cerrado la ventana ha aumentado el silencio, si es que un silencio sepulcral puede acentuarse. Enciendo rápido la luz y voy al baño a cepillarme los dientes. Tengo que apagar varias veces el cepillo porque creo haber oído algo. Pero los ruidos son inteligentes, saben cuando callar. Me enjuago la boca y me voy a la cama. Antes de apagar la luz echo un último vistazo a la extraña habitación. Una silla y una cama son las únicas ocupantes, la primera soporta una televisión, la segunda refugia bajo sus sábanas a alguien con más miedo del que se atreve a demostrar. Me aseguro de que no hay nada ni nadie bajo la cama, el único sitio donde uno podría esconderse. Después de haber cerrado la puerta con llave, no vale la pena arriesgarse. Estiro el brazo hacia el interruptor de la luz, cierro los ojos y la apago. Mi intención es no abrir los ojos hasta que me sirvan para algo más que intentar ver en la oscuridad.
Me cuesta conciliar el sueño, mis latidos no me dejan. Ahora que no hay luz los ruidos han perdido su vergüenza y salen de todas las esquinas. Busco un significado para cada uno de ellos: el suelo de madera se relaja después de una tarde calurosa, una piña quiere experimentar el salto sin paracaídas, alguien intentando abrir la puerta de la habitación... El corazón quiere salirse de mi pecho. Me hundo más aun bajo las sábanas y meto la cabeza bajo la almohada. Casi no tengo tiempo de intentar relajarme cuando siento que alguien se sienta en los pies de la cama. ¿Me está tocando la pierna? Recurro a algo que nunca falla, pensar en otra cosa. Intento reproducir en mi mente la escena del laberinto de “Alicia en el país de las maravillas”.
Mientras intento evadirme con cartas que pintan rosas blancas de carmín, los perros de mi padre me dedican su serenata preferida. Me levanto para ir a la habitación de mi hermano, al otro lado de la casa, desde cuya ventana se puede ver el cobertizo donde deberían estar durmiendo los perros. Pero cuando llego al pasillo veo a través de las ventanas falsas de las escaleras que las luces con detector de movimientos del jardín están encendidas.
Con la seguridad que siente uno al estar en un segundo piso, voy al despacho donde he pasado el día estudiando y cuya ventana he olvidado cerrar. Con la luz apagada me acerco despacio a la ventana. Veo la calle por la que se accede a la casa, solamente iluminada por una farola. Una farola cuya luz debería estar siendo desperdiciada a estas horas y, sin embargo, no es así. De pie, en el centro de la luz, hay alguien.
Una figura vestida de negro con una capucha blanca que oculta su cabeza. Se acerca al portal de casa y se queda al otro lado, oculto. Solamente puedo ver su cabeza. Me sobresalta el ruido del timbre. No soy capaz de moverme. Suena otra vez. Otra vez. No se como lo ha hecho pero ya está al otro lado del portal. Más que avanzar, se desliza hacia la casa y me doy cuenta que su cabeza está al descubierto, nada la oculta. Una cabeza blanca y sin rostro. Sin embargo siento que me mira mientras estira sus largos brazos hacia la ventana.
Me despierto sudando y con la sensación de que sus manos frías aun me agarran el cuello. Ha sido tan real... Intento pensar en otra cosa y conciliar de nuevo el sueño pero no soy capaz de quitarme ese “sin rostro” de la cabeza. Slenderman lo llaman.

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