jueves, 26 de noviembre de 2009

Cadenas oxidadas

Aprendí a montar en bicicleta cuando tenía 18 años. Hasta ese día en particular no me había interesado nada por esa práctica, aunque reconozco que unos años antes ya había comenzado a imaginarme qué se sentiría. La velocidad, el viento en la cara, el sudor provocado por el esfuerzo, una mezcla de placer y fatiga. Me imaginaba sujetando con fuerza el manillar con ambas manos y podía sentir el dolor en las posaderas que surge cuando ya llevas un par de horas sobre el sillín. Pero la realidad, como en muchas otras ocasiones, fue mejor que la ficción.
Unos meses antes de alcanzar la mayoría de edad ya le daba vueltas al tema en mi cabeza. Mi primera vez fue algo frustante. Montar en bicicleta no era lo que yo tenía en mente. Quizá fue culpa de los ruedines, que no me dejaban experimentar por completo el momento al que le había dado tantas vueltas. Sentía vergüenza por ser un inexperto y, además, porque todo el mundo lo supiese. Pero tras un par de prácticas conseguí deshacerme de ese lastre. Los ruedines no eran más que un recuerdo y dejaron paso a enriquecedores momentos de velocidad y desenfreno. Durante dos años disfruté de agradables paseos y magníficas carreras con gente a la que también le apasionaba montar en bicicleta.
No recuerdo el día que decidí aparcar mi bici en un rincón del garaje. Solo sé que ocurrió algún día hace aproximadamente unos cuatro años. Al principio la echaba de menos, pero con el tiempo ese sentimiento se ha ido extinguiendo, saciado más que sustituido, quizá, por otras prácticas.
Quiero volver a montar en bicicleta pero tengo miedo. Alguien dijo una vez que eso nunca se olvida, pero debió ser alguien que, aunque no diariamente, practicaba con frecuencia. Ahora temo no mantenerme en pie de nuevo, una imagen que no es plato de buen agrado en alguien con mi edad. Temo a aquellos ruedines.

lunes, 16 de noviembre de 2009

16 de noviembre de 2009

La vida en la residencia transcurría sin sobresaltos. La monotonía se apoderaba de nosotros. Sólo las clases proporcionaban ese toque diferente al día a día. Chicos y chicas estábamos separados por las salas comunes que se encontraban en el centro del edificio. Ellas se situaban en el ala este y nosotros en el ala oeste pero nos juntaban a todos en la cocina, el salón de estudio, la sala de entretenimiento o el patio de recreo.
Yo había llegado un año atrás y no conocía a nadie en la residencia. Podría decir que me sentía mucho más que solo, de haber una palabra para ese sentimiento. Pero conocí a Sonia y todo cambió. Estábamos separados la mayor parte del día durante las horas de clase y sueño, pero cuando nos juntábamos en las horas comunes éramos uno solo. Quizá ella se sentía como yo y por eso mantuvimos una relación tan estrecha desde tan temprano. Nunca se lo pregunté.
Pasábamos inadvertidos en la residencia. Éramos buenos dentro del aula, pero eso nunca fue una cualidad que llamase la atención. La gente prefiere ser amigo del chico que se tira a más chicas, o de la chica que se abre más de piernas, y aquí no era diferente a cualquier otro sitio. No sé cual era la relación que mantenía Sonia con sus compañeras, pero la mía con los chicos era prácticamente nula. No quería abrirme a ellos y pasar a ser el bicho raro acosador de hombres, el marica del ala oeste, y relacionarme con ellos sin llegar a contarles mi secreto no era una opción porque no me gusta mentir a los demás ni engañarme a mi mismo.
Mi compañero de habitación se llamaba Juán. Él se abría conmigo e intentaba que yo también lo hiciese con él, pero yo me mantenía distante, aunque me resultaba agradable escucharlo. Seguramente por ello Juán me eligió como su confidente, porque sabía que no contaría a nadie lo que me dijese. ¿A quién se lo iba a contar? Y así transcurrían los días, yendo a clases con gente que no conocía, pasando mi tiempo libre con Sonia (en el patio cuando el tiempo lo permitía y en la sala de entretenimiento cuando las nubes cubrían el cielo y la lluvia el suelo), y las noches en mi habitación leyendo o eschuchando las últimas conquistas de Juán o sus futuras "pretendidas".
Pero aquel viernes fue diferente. Era un día de tormenta de esos en los que la oscuridad lo cubre todo a pesar de ser las 4 de la tarde. Me dirigía a mi habitación cuando me asomé a una de las ventanas del pasillo de habitaciones desde donde se podía ver el patio de recreo. Al otro lado del patio estaba Sonia. Supe que era ella por su pelo negro azabache, que se confundía con la oscuridad de su entorno, y su peculiar vestimenta, siempre repleta de colores que evocaban el renacer de las flores en primavera. Estaba bajo la lluvia abriendo el grifo de desagüe. Seguramente la asignaron encargada de vigilar que el patio no se llenase de agua. Cogí un paraguas y fui a su encuentro. Al llegar me di cuenta que estaba en lo cierto cuando pensaba que estaba teniendo algún problema. Sonia no era capaz de abrir el grifo. El nivel de agua en el patio llegaba ya a los tobillos. Cogí un madero en la obra del nuevo invernadero y golpeé el grifo hasta aflojarlo.
- ¿Por qué has venido sola a abrir el grifo? ¿Cómo no me has avisado?
- No estoy sola
Me lo dijo señalando al suelo. Allí estaba su gusano. Una babosa fea y exageradamente grande. Pero Sonia desarrolló una compenetración especial con el anélido. Ella le hablaba como me hablaba a mi y él le respondía (si es que a un "uiiiiiiiiiiii" se le puede considerar respuesta). De camino a la residencia ocurrió que el gusano de Sonia se cubrió con hilo de seda. Fueron solo unos segundos. Cuando volvimos a verlo se había transformado en una especie de disco azul con un pico y unos ojos negros enormes. No tenía patas porque se mantenía levitando en el aire. Nunca llegué a entender cómo un bicho tan feo como aquel se convirtió en algo tan adorable. Quizá fue el amor que encontró en Sonia y que otros no le habrían dado.
Entramos en el edificio y el ambiente era extraño. Todos estaban en el hall de la residencia. En la puerta principal había cuatro hombres de las fuerzas especiales y uno de ellos cogió al "disco-levitador" de Sonia, lo metió en una bolsa y se lo llevó. Los otros 3 personajes nos cerraron el paso y nos impedían salir al exterior con el pretexto de una cuarentena permanente. Cerraron la puerta y la tapiaron desde fuera. Estábamos encerrados. Todos nuestros compañeros, hace unas horas muy adultos como para juzgar y reirse de sus semejantes, se comportaban ahora como los niños que eran, amedrentados y escondidos tras las esquinas. Sin las varitas nadie se sentía valiente. Era muy raro que el día anterior hubiesemos tenido que entregarlas en la tienda del final de la calle para una "limpieza de hechizos".
Convencí a Sonia para que se quedase y cuidase de los demás. En el nuevo invernadero había una puerta que daba a la calle de atrás, con suerte no la habrían tapiado aun. Estaba en lo cierto. Salí oculto en la oscuridad de la tormenta y me dirigí a la tienda en busca de mi varita. Me pidieron mi DNI y se lo entregué. La mujer desapareció detrás del mostrador y volvió después de rato más bien largo.
- ¿Qué deseas?
Me lo olía. Algo me decía que no sería tan fácil. Exasperado le exigí que me devolviese mi varita y ella me pidió el DNI de nuevo.
- Sin identificación no puedes exigir nada. Pero puedes ver en esa estantería de ahí si hay algo que te interese
En la estantería había un montón de varitas. No. No eran varitas, sino pinceles que echaban un par de chispas para contentar a su usuario. Me volví loco y fui de nuevo al mostrador, apoyé mi pecho en él y cogí un par de carpetas que había en el otro lado. En una de ellas había un monton de carnets de identidad. ¡Complot! Estaban robando las varitas y las identidades de la gente y luego las encerraban en cuarentena. La dependienta llamó a la policía. Justo lo que yo deseaba, era imposible que, con las pruebas que tenía, esta gente saliese impune.
Llegó el guardia pero se puso en mi contra casi antes de darme tiempo a desearle unos buenos días. Me parecía imposible. Todo el mundo estaba metido en el asunto. El guardia sujetaba mi brazo con fuerza pero intente soltarme con todas mis fuerzas. Las "varitas-pincel" de la estantería cayeron al suelo y comenzaron a lanzar sucedáneos de hechizos por todas partes. Aproveché que bajó la guardia para coltarme y salir de la tienda. ¿Dónde puedo ir?
Sonó el pito de un coche y vi a Sonia que me hacía señales desde dentro. Entré en el asiento del copiloto y el coche arrancó cuando no había siquiera cerrado la puerta. Conducía Juán.
- ¿Cómo se te ha ocurrido salir tu sólo? ¿Por qué no me has pedido ayuda? Sonia me lo contó todo y salimos a buscarte. Los demás estarán bien en la residencia. No quieren ya nada más de ellos. ¿En que estabas pensando Eloy?
- No pensaba. Además, ¿qué te importa lo que me pase?
- ¡Claro que me importa! ¿No te has dado cuenta que en realidad me importas? Eloy, ¡te quiero!
- ...
- Llevo mucho tiempo queriendo decírtelo pero temía no ser correspondido. Cuando Sonia me contó que te habías ido, pensé que podría pasarte algo y no pude soportarlo.
- Pero no me pasó nada.
- ...
- Juán... Yo también te quiero... Pero, ¿estás teniendo tu también este sueño? ¿Cuando despiertes te acordarás de ese sentimiento igual que me acordaré yo?
- ...

martes, 10 de noviembre de 2009

¡Qué nervios!

Me gustaría encontrarme con el primero que dijo "tengo mariposas en el estómago" refiriéndose a su estado de enamoramiento para preguntarle si en realidad lo que sentía no se debía a un ataque de ansiedad. No se lo que siente uno cuando se enamora, pero imagino que esas "mariposas" son en realidad los nervios de las primeras citas que te cierran el estómago y hacen que te pese como le pesaba al Lobo después de la siesta junto al río tras haberse comido a la Abuelita.
Y esto lo dice un experto en el tema, pero no en el tema del amor, en el que soy un completo inepto, sino en el de los nervios. Pero no siempre fue así. Cuando era pequeño me apuntaba a todas las funciones escolares. Me gustaba mucho bailar y actuar para un público muy familiar. No hace falta tirarse de un puente enganchado a una cuerda para que te suba la adrenalina. Eso era lo que yo sentía. Recuerdo que la última vez que me subí a un escenario fue en 1º de bachillerato para representar al príncipe cuando era mendigo en "Le prince et le mendiant". De camino al colegio tuve tantas ganas de devolver que me dije a mi mismo que esa sería la última vez que me metería en algo así. Después de aquello tuve una vida de lo más normal. Salía por las noches como cualquier hijo de madre. Empecé a tener citas como cualquier chico que sale de su adolescencia para adentrarse en su juventud. Salía a la calle sin importarme el "qué dirán". Pero hoy en día siento que aquello era un sueño.
¿Cual ha sido el detonante que me ha cohibido de tal forma? Quizá fue aquella noche que me presentaron a aquel chico que me gustaba tanto. Tuve que sentarme en un sofá porque el estómago me pesaba tanto que no podía bailar. Todo el alcohol que corría por mis venas se volvió agua. Y allí estaba yo, sentado en una esquina, pensando en todo lo que podría pasar aquella noche, y eso hacía estallar mis nervios. Seguramente ese sea mi problema, pensar demasiado. Es algo que no puedo remediar.
Normalmente la gente no entiende por lo que pasa uno cuando le da un ataque de ansiedad. Te dicen que está todo en tu cabeza. Pero resulta que las cosas que están en la cabeza de uno son siempre las más difíciles de tratar. Pecaría de hipocondríaco si dijese que lo que me pasa se define como "ataque de ansiedad", pues no son más que nervios, pero me siento igual de incomprendido que los que padecen de lo primero. No es fácil convencerse a uno mismo de que todo está en la mente, quizá porque nos estamos rebelando contra nosotros mismos.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Coto de caza permanente

Mi padre ha sacado sus vestimentas del fondo el armario, ha preparado sus perros y ha limpiado su escopeta. La temporada de caza ha comenzado y está listo para salir, en cualquier rato libre que encuentre, a capturar alguna perdiz o conejo que se cruce en su camino. Mientras, mi madre espera en casa con la cazuela en el fuego, estudiando alguna receta nueva sacada de algún programa de televisión.
No pude evitar rememorar estos días mi "síndrome del cazador". Así fue como llamó el novio de mi prima a mi "problema" con los chicos. Por supuesto esa enfermedad no existe, pero la analogía era buena. Lo que más le gusta al cazador es la caza (valga la redundancia), la persecución, la captura de su presa, sentirse más inteligente y fuerte que ella. Muchos cazadores sienten vacío cuando capturan lo que persiguen, por eso sueltan su presa y buscan una mejor si cabe.
No me gusta admitirlo, pues hacerlo sería admitir que soy una mala persona, y se que no es así. Pero muy a mi pesar es cierto, me siento identificado con ese diagnóstico apresurado recibido en alguna terraza. ¿Cuántas veces habré dicho "ese chico me gusta"? ¿Cúantas veces quise algo más que conquistarlo? Muchas y muy pocas. Me gusta conquistar a una persona. A día de hoy es lo que mejor se me da en una relación, más allá son caminos inexcrutados. Quizá este es el motivo por el que, desde hace unos años, no me animo a buscar nada ya que, cuando son otros los que te intentan conquistar, uno no se siente tan mal dejando marchar a su "presa".
Pero yo no quiero esto. Quiero que me guste una persona, quiero conquistarla, quiero mantenerla, quiero una relación con todas sus letras. Pero, ¿cómo "curarme" de una enfermedad que no tiene tratamiento? Igual la solución vendrá de la mano de alguien fácil de capturar pero difícil de domesticar.